Si todos los poetas del mundo
hiciéramos una huelga de celo
y en lugar de expedientes en los ministerios
circularan carpetas llenas de poemas;
si los vendedores ambulantes de tristeza
se sentaran a comer un poco de amargura
en la mesa que siempre preparan para otros,
y así comprendieran el valor de la alegría;
si emborracháramos de ternura a los asesinos
y al ladrón encorbatado de la política le robáramos
la cartera amarilla donde guarda su avaricia desmedida;
si al ciudadano medio
que se queda en casa, tranquilamente,
como si no pasara nada,
disparando el fusil insolidario del hambre,
el obús retardado del egoísmo,
la bomba silenciosa de la falta de medicamentos,
digo, si al ciudadano medio, al bajo, al alto,
le sacáramos la espina de la indiferencia
que lleva clavada en lo más hondo del alma;
y, además, todos nos pintáramos de colores
para olvidar las consignas del racismo
y a la hora de la vida fuéramos iguales
el blanco, el rojo, el negro y el amarillo;
y si a los terroristas les estallara dentro del corazón
el coche bomba de la tolerancia,
el avión con alas blancas de la paz,
o el antrax de la comprensión,
y emplearan toda su energía
en abolir la miseria y el hambre
de la faz de este mundo,
entonces quizá despertaría Dios o Alá
de su sueño eterno
y pensaría que en el universo
existe algo parecido al cielo.